El viento que te lleva

El viento que te lleva

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La lluvia invernal. Un viento que me azotó me demostró que abrir mi ventana, mostrarme al mundo y ser yo, sentir cómo latía cada una de mis células en su afán por salir de mi cuerpo y vivir sin cortapisas, era sólo el inicio. Ese viento me llevó a volver a esta ciudad, con los pelos de punta y el frío del miedo clavado en mi espinazo. Todavía a día de hoy, y con esas entrañas, no sé cómo pasé esos días de invierno nuclear bajo (y no exagero) siete mantas. Tecleando, llorando mares, enfrentándome a mi diluvio interior y, cual batalla naval, a mis propios miedos a teclear y a ser quien soy. Hubo rayos, hubo tormentas por doquier, auténticos chuzos de punta, pero ahí seguía, agarrada a una manta de entre las siete, cerca de un radiador, y sin más que algo (que no sé todavía qué es) dentro de mí sin batirse en retirada. Lisboa, mi amada Lisboa, que tras las lluvias muestra su cara limpia y descarnada y se enorgullece de su decadencia, de esa decadencia que le recuerda quién es, de esa decadencia que le muestra el camino, le alienta y le hace crecer. Se seca las lágrimas y sombra aquí, y sombra allá, se maquilla como lo hacemos las españolas, que con poco sea claro y conciso, lo suficiente para lucir su cara que no precisa de combate porque te derrite con sólo vislumbrarla. Dicen que no hay mal que por bien no venga (ese refrán está en competencia directa con mi pasión de sobras conocida por el ‘A robar, a Sierra Morena’). Conseguí, y repito que no sé cómo (como el libro que verá pronto la luz pero que, abatido, se tuvo que agarrar a la escotilla), encontrar personas que me hacen todavía pellizcarme a diario las mejillas para darme cuenta que no habrá temporal que las aleje. Y ahí, cual faro en medio de una tempestad, me enamoré. Estoy enamorada. Por fin, y toda conquista de las que se ganan batalla a batalla empieza así. Por fin estoy enamorada de mí misma. Con el temor de quien descubre por primera vez, pero sin reservas. Até já Lisboa! ¡Somos conquistadoras natas!

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