“Ev’ry time we say goodbye
I die a little,
ev’ry time we say goodbye
I wonder why a little,
why the gods above me
who must be in the know
think so little of me“
(Every time we say goodbye, Cole Porter)
Resulta perturbador que nuestras ilusiones sean a menudo nuestras creencias más importantes. Darlo todo sin esperar nada a cambio, ¿es eso posible?
Esa camiseta que llevé en el festival de Lollapalooza ya no me cabe. No es que sea yo, mi cuerpo apenas ha cambiado. Son las vueltas en la lavadora, y el maldito algodón, que encoge. Hay historias de amor que finalizan, que incluso se vuelven en nuestra contra. Lo raro es cómo, cuando más se conoce a alguien, más se llega a apreciar lo poco que se le conoce, lo poco que hemos sabido, a lo largo de todo el tiempo, de esa persona. Creímos que duraría siempre, que el flechazo tuvo su razón de ser, pero la vida pasa… y es una calle de sentido único.
Corto retazos de camisetas viejas y me hago cintas para el pelo. Antes, me despido cantando, susurrando a Cole Porter, de esas prendas que tanto han significado, los recuerdos que atesoran, que permanecerán siempre en mi corazón. Y me pregunto si vale la pena seguir luchando, seguir enamorándome de prendas y personas, porque realmente creo, por momentos, que me ha sido negado eso tan básico que todo el mundo, o la gran mayoría, parecen alcanzar. Es como la minifalda, jamás me sentará bien. Mido un metro sesenta y lo mío son las faldas más allá de las rodillas. ¿Hay que aceptarlo o seguir intentando verme bien en el espejo? Soy de las que creen que hay prendas que si uno las lleva convencido ya ha superado la mitad del camino. Hablo de los shorts. Los mini shorts o hotpants. Pero yo no sirvo para eso. Aunque tengo que admitir que desde hace unos años me atrevo a ponerme lo que me plazca, como no me corto un pelo en bajar a comprar en pijama. Eso sí, con una chaqueta encima.
La paradoja de la que hablo hoy, o el sentimiento que trato de analizar, es cuando debemos darnos por vencidos, o si no debemos hacerlo nunca.
Seguro que muchos han oído esas frases típicas de “no lo des todo porque entonces el otro tendrá pánico, o se acostumbrará y creerá que te tiene”, “hazte desear”, “no seas tan romántica”, “protégete”… Odio la condescendencia y con ella todos los tópicos y esas frases que, aún dichas con la mejor de las intenciones, solo hacen que perpetuar en la sociedad ciertos clichés y en ocasiones perder oportunidades por miedo. Al mismo tiempo, odio cuando las dependientas te dicen que algo te sienta bien y nosotras, deseosas de por fin lucir un palabra de honor, caemos de cuatro patas, para luego en casa ver arrugas por todas partes y ver que esa prenda no nos es nada, pero NADA, favorecedora.
A eso me refiero precisamente: tenemos tantas ganas de encontrar a nuestra media naranja, de encontrar el vestido perfecto, que nos volvemos terriblemente vulnerables.
Soy demasiado exigente. Siempre he sido así. Conmigo misma y con los demás. Pero precisamente esa exigencia asoma por la puerta cuando yo ya me he dejado la piel a trizas por conquistar a alguien, por conquistarme a mi misma. Porque si de algo estoy enamorada es de estar enamorada. Y lo estoy de la vida, de mis amigos, de muchas colecciones que cada temporada salen a la calle. Pero sentimentalmente soy un desastre. Y quizás debería hacer caso, en parte, de esos consejos y ser más precavida. Porque realmente, ¿a quien doy lo mejor de mí, lo merece? Suelo pensar que sí, que tengo un buen olfato para los potenciales ajenos, pero a veces ocurren cosas y me asusto. Soy yo quien desaparece, y no el otro, simplemente porque yo di y di sin decir en ningún momento todo lo que me estaba sabiendo mal. Me paseé por casa con shorts y me miré miles de veces en el espejo, pero al salir de casa me sentí tan insegura que volví a casa a cambiarme. Y sigo intentándolo. Soy terriblemente impaciente, pero con la gente soy de dar hasta que no me queda nada, hasta que jamás me pregunte ¿y si? (precisamente por eso soy de comprar prendas, probármelas hasta la saciedad en casa y si acaso devolverlas). No digo nada, de esa posibilidad de perderme, hasta que el otro ya no me tiene, y no hay remedio posible. No saco mi exigencia hasta que la rutina se lo empieza a comer todo, y es demasiado tarde. Nobody told me forgetting could be so hard.
Escribo para mí, después para los demás. Doy porque me gusta dar. Soy detallista porque me encanta ver la sonrisa de los demás ante un buen regalo. Soy pesada porque llamo veinte veces a los amigos para saber que están bien si andan decaídos. Soy insegura, esa es la palabra. Pero con los años me atrevo a lucir mis piernas, aún si no son las más bonitas del mundo, y me atrevo a llevar ropa ceñida, aún siendo un palillo. Sigo regalando y cocinando, sigo soñando y cuidando a los demás. Quizás porque así me cuido a mí misma. Veo la belleza que siembro, esas sonrisas y se me contagian. Soy egoísta, esa es la conclusión. Y supongo que seguiré soñando, queriendo, luchando, mostrando quién soy, alguien tan sencillo que con una simple ola de mar verde arquea sus ojos de felicidad, esperando tener suerte alguna vez. Suerte ya la tengo. Esperando quizás a saber aprender de los errores y domesticar mi tendencia a la proyección en el otro de lo que deseo encontrar.
“Cada vez estoy más segura que el amor es la elección de una opción, el verdadero, el indestructible, el tierno, el amable, el inocente e ingenuo” (Paul Auster).
Candidez absoluta, la mía.
Credits: publiqué una versión de este artículo el 29.04.2011 en Go Mag, portal de música independiente y cultura urbana
Photo credits: Design is mine, Eleonore Bridge